Resulta prácticamente inevitable que surjan efectos imprevistos cuando se introducen nuevos tratamientos de una manera más amplia. Las pruebas iniciales –por ejemplo, las exigidas para otorgar la licencia a fármacos nuevos– incluyen como máximo unos pocos cientos o miles de personas tratadas durante algunos meses. En esta etapa, es probable que sólo se detecten los efectos no previstos relativamente frecuentes y de corto plazo.
Los efectos menos comunes del tratamiento o los que necesiten un cierto tiempo para manifestarse no se descubrirán hasta que las pruebas del tratamiento hayan durado lo suficiente o hasta que la utilización de los tratamientos se haya extendido más. Además, los nuevos tratamientos suelen administrarse a personas que pueden tener diferencias importantes con quienes participaron en las pruebas originales: pueden tener más o menos edad, ser de otro sexo, estar más o menos enfermos, vivir en circunstancias diferentes o padecer otros problemas de salud además de la enfermedad para la que se administra el tratamiento. Es posible que estas divergencias modifiquen los efectos del tratamiento y que surjan efectos nuevos e imprevistos (vea el número especial de BMJ del 3 de julio de 2004).
La detección y la verificación de los efectos no previstos, ya sean adversos o beneficiosos , suele producirse de manera diferente de la de los métodos utilizados para evaluar los efectos esperados de los nuevos tratamientos. A veces, los profesionales de la salud o los pacientes sospechan algunos efectos imprevistos de los tratamientos desde el comienzo. La identificación de cuáles de estos presentimientos iniciales reflejan los efectos verdaderos de los tratamientos representa un desafío ya conocido para los lectores de otros ensayos de esta serie: evitar ser inducidos a error por los sesgos y la obra de la casualidad .
Si el efecto imprevisto de una terapia es muy sorprendente y se produce con marcada frecuencia después de que se ha empleado el tratamiento, es posible que los profesionales de la salud o los pacientes lo noten espontáneamente. Por ejemplo, casi no se registran casos de bebés que nazcan sin extremidades, por lo tanto, cuando se produjo un aumento repentino en el número de estos nacimientos en la década de 1960, naturalmente surgieron interrogantes. Todas las madres de estos bebés habían tomado talidomida , un medicamento de reciente comercialización en ese entonces, recetado a principios del embarazo para tratar las náuseas; por lo tanto, era probable que ésta fuera la causa y que se necesitaran más evaluaciones. Los efectos imprevistos beneficiosos de los fármacos suelen detectarse en forma similar, como sucedió, por ejemplo, cuando se descubrió que un medicamento para tratar la psicosis también reducía el colesterol (Goodwin 1991).
Cuando se observan relaciones tan asombrosas, a menudo se las confirma como efectos imprevistos reales del tratamiento (Venning 1982). No obstante, muchos presentimientos sobre los efectos no previstos de los tratamientos se basan en evidencias mucho menos convincentes. En consecuencia, al igual que sucede con las pruebas diseñadas para detectar los efectos esperados de los tratamientos, la planificación de pruebas para confirmar o descartar efectos imprevistos sospechados pero menos asombrosos requiere evitar los sesgos en las comparaciones .
Los estudios para determinar si los efectos imprevistos sospechados de un tratamiento son reales deben ajustarse al principio de comparación entre iguales. La asignación aleatoria a los tratamientos es la forma ideal de lograr que se cumpla este principio. Sin embargo, son pocas las veces en que los efectos sospechados de los tratamientos se pueden investigar mediante análisis adicionales o mediante el seguimiento de personas aleatoriamente asignadas a tratamientos antes de que se los administre (Hemminki y McPherson 1997). Por lo tanto, el desafío consiste en reunir grupos de comparación no prejuiciosa de otras formas, a menudo recurriendo a información recabada sistemáticamente durante la atención médica.
De hecho, en estos estudios ayuda que los efectos sospechados no se previeran en el momento en que se tomaron las decisiones respecto del tratamiento. Esto significa que el riesgo de la afección sospechada no se había podido tener en cuenta en el momento en que se seleccionaron las personas para el tratamiento: el efecto imprevisto suele ser una afección o una enfermedad distinta de la afección o la enfermedad para las cuales se indicó el tratamiento (Vandenbroucke 2004a).
Por ejemplo, cuando se introdujo la terapia de reemplazo hormonal (TRH) para tratar los síntomas de la menopausia, era improbable que se tuviera en cuenta el riesgo de que las mujeres sufrieran trombosis venosa ya que la mayoría de los médicos y de las mujeres no la consideraban pertinente. En consecuencia, no había motivos para prever que el riesgo de desarrollar trombosis venosa fuera diferente para las mujeres a quienes se les prescribiría la TRH que para aquéllas que no recibirían el tratamiento. De este modo se estableció el fundamento para las pruebas auténticas, y éstas demostraron que la TRH aumenta el riesgo de desarrollar trombosis venosa.
Cuando un efecto imprevisto sospechado se relaciona con un tratamiento para un problema común de salud (como un infarto) pero no se produce con mucha frecuencia con el nuevo tratamiento (o éste no lo alivia totalmente), es necesario realizar una vigilancia en gran escala de las personas que reciben el tratamiento para detectar el efecto no previsto. Por ejemplo, aunque algunas personas creían que la aspirina reduciría el riesgo de ataque cardíaco y comenzaron pruebas auténticas de esta teoría en pacientes en los últimos años de la década de 1960 (Elwood et al. 1974), la mayoría de las personas hubiera pensado que la teoría era bastante inverosímil. El cambio se produjo cuando se realizó un estudio extenso para detectar los efectos adversos imprevistos de los fármacos: los investigadores observaron que, en comparación con otros pacientes aparentemente similares, era menos probable que las personas que ingresaban al hospital con infartos hubieran tomado aspirina recientemente (Boston Collaborative Drug Surveillance Group 1974). Estos resultados coincidieron con los de una prueba auténtica, en la que las personas habían sido asignadas aleatoriamente para recibir o no recibir aspirina después de un infarto. Los dos informes se publicaron juntos en el mismo número del British Medical Journal (BMJ 1974).
A fines de la década de 1970 se establecieron las reglas básicas para detectar e investigar los efectos imprevistos de los tratamientos (Jick 1977 ; Colombo et al. 1977). Estas reglas se basaron en la experiencia colectiva producto de la investigación de los efectos imprevistos que se habían acumulado después del desastre de la talidomida . Los requisitos para una clase importante de investigaciones —los estudios de control de casos de los posibles efectos adversos de los tratamientos— se volcaron en un trabajo escrito basado en las experiencias de investigadores en Boston y Oxford (Jick and Vessey 1978). Con un gran número de tratamientos potentes introducidos a partir de esa fecha, este aspecto de las pruebas auténticas sigue suponiendo retos tan importantes hoy como lo hacía entonces (Vandenbroucke 2004b; Vandenbroucke 2006; Papanikolaou et al. 2006).
Como se destacó en ensayos previos de esta serie, es importante reconocer que los informes individuales que sugieren o descartan sospechas sobre efectos imprevistos de tratamientos pueden inducir a error. Al igual que sucede con otras pruebas auténticas de los tratamientos, se deben investigar los posibles efectos imprevistos del tratamiento utilizando revisiones sistemáticas de toda la evidencia pertinente, como las que confirmaron la relación entre la TRH y las cardiopatías, y el accidente cerebrovascular y el cáncer de mama (Hemminki y McPherson 1997; Collaborative Group on Hormonal Factors in Breast Cancer 1997).